
En las paredes de la UACJ vive su obra: acuarelas de monumentos, edificios, paisajes. Y en los recuerdos de generaciones enteras, vive su legado
Por más de cuatro décadas, en los salones de Arquitectura de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ), se ha escuchado la voz de un maestro que nunca fue de clases tradicionales. Sergio Chávez Domínguez ha enseñado a pensar con el lápiz, a ver con imaginación y a sentir la arquitectura desde lo que no se ve: la observación y el trazo libre.
Sergio nació en Ciudad de México en 1935. Es arquitecto por la UNAM, ingresó en 1955 y se tituló en 1962. Desde muy joven descubrió su pasión por el dibujo: “Podía generar propuestas de objetos con mucha rapidez. Me gustaba crear agrupamientos de formas geométricas en lápiz, sin colores, sólo volumetrías. Me resultaba fascinante”.
Sus estudios se formaron en colegios particulares y su talento llamó la atención desde la preparatoria. Entendía la perspectiva y la deformación visual antes de que otros pudieran siquiera notar que nada se ve como es. “Ver algo en perspectiva requiere un análisis muy visual, no es tan sencillo”.
Durante su paso por la universidad, la práctica de la acuarela le abrió nuevas formas de expresión. “Tuve maestros acuarelistas muy buenos. Luego, con mis compañeros, empezamos a dibujar las estaciones de tren, los vagones abandonados”. Ahí se afianzó su amor por el color.
Empezó su carrera docente en la UNAM, pero en 1968 decidió renunciar. “La situación política nos empujó a salir. No era momento para quedarse”. Entonces se unió al IMSS y fue responsable del desarrollo arquitectónico de una clínica T1 en Pachuca. “Era mi primera obra y la constructora entendió que no aceptaba errores. Si algo no servía, se tiraba y se rehacía”.
Años después, una invitación inesperada lo trajo a Ciudad Juárez. Aquí encontró colegas que habían sido estudiantes en la capital, como Javier Terrazas y Federico Ferreiro. Lo contactaron con la UACJ y empezó a impartir clases de dibujo en la naciente carrera de Arquitectura.

Así comenzó su historia de 42 años con la universidad, una relación profunda, casi afectiva. “Aquí me trataron bien. Me sentí en casa”.
Sergio nunca fue un maestro convencional. Su clase estrella, Apuntes arquitectónicos, no es para seguir reglas, sino para romperlas a mano alzada. “No traigan escuadras ni reglas. Aquí se trabaja con pluma. Con puntos, rectas limpias, imaginación y observación”.
Para él, el trazo es la base del pensamiento arquitectónico. “El profesional no empieza con planos, empieza con bocetos. Uno, otro, otro… hasta que un espacio simple ha pasado por diez ideas distintas. Entonces uno selecciona, mejora, pone color, sombra. Eso es arquitectura viva”.
La pandemia no lo detuvo. “Dábamos clases al aire libre. Yo les decía: tápense la boca, pero vengan. Esto sigue”.
Le brillan los ojos cuando habla de sus estudiantes, especialmente de quienes regresan, años después, sólo para saludarlo. Saca de su mochila una hoja que guarda con cuidado desde la pasada Navidad: un mensaje de dos exalumnos, Carlos y Rafael. “Estimado arquitecto Chávez, venimos a saludarlo. Lo intentamos de nuevo pronto…”.
El maestro también dejó huella fuera del aula. Ha diseñado varias maquiladoras, siempre pensando en la dignidad del trabajador. “¿Cómo puedes meter a alguien ocho horas en un cubo sin luz ni paisaje? Siempre propuse áreas verdes, jardines, espacios donde mirar árboles”.
Su crítica a la arquitectura en Juárez es clara: “Es decepcionante. Cubos y más cubos con fachadas árabes decoradas. El diseño ha sido reemplazado por la fórmula rápida. En fraccionamientos caros hay más libertad, pero en los populares todo es repetitivo”.
Su consejo a los jóvenes arquitectos: “Propongan. Aunque sólo sea una casa, háganla suya. No se resignen a hacer planos para la licencia. El diseño también es resistencia”.
A lo largo de su vida ha viajado, dibujado y documentado con acuarela el México que observa con pasión. Una de sus colecciones más queridas es Paisaje Infinito, inspirada por la vastedad del horizonte chihuahuense. “Llegamos a esta tierra y le dije a mi esposa: nunca vi montañas tan lejanas. Y partimos a explorarlas. A donde fui, ella fue conmigo”.
Raquel, su esposa, también chilanga, falleció hace cuatro años. “La extraño tanto que no puedo estar solo en casa”, dice con la voz baja. Hoy vive cerca de dos de sus hijas en Juárez. Con ellas desayuna, come y cena. “Eso me salva”, admite.
En las paredes de la UACJ vive su obra: acuarelas de monumentos, edificios, paisajes. Y en los recuerdos de generaciones enteras, vive su legado.
¿Cómo quiere ser recordado?, se le inquiere a este hombre de 90 años.
“Apuntando. Haciendo apuntes. Observando”.
Y mientras el mundo insiste en jubilarlo, él responde con firmeza: “¿Jubilarme? ¿Para qué? Aquí sigo, fastidiando alumnos”.
Y qué bueno que siga. Porque maestros como Sergio Chávez Domínguez no se forman cada año. Se dibujan con tiempo, se delinean con pasión y se colorean con una vida entera.