
Es la suya una religión que se basa en la paz, en la fraternidad y en el amor que los unos se tengan para con los otros
El legado que deja el papa Francisco es importante y es valiente. Para comenzar, abrazó como nombre el de un santo que ha sido menospreciado a través de los siglos, precisamente por su prédica de la humildad.
La doctrina religiosa del dios de los cristianos se basa en la humildad. Para la prédica del Cristo, el camino de la salvación no reside en ser bueno, sino en ser humilde. Por el contrario, la vía hacia la perdición no está en la maldad, sino en la soberbia. Los santos no lo son por ser buenos, sino porque siempre se consideraron pecadores. A su vez, el diablo no es demonio por ser tan malo sino porque se cree muy bueno.
La humildad es un fenómeno raro, tanto entre los individuos como hasta entre las naciones. Muchos hombres y muchos pueblos consideran que su riqueza y su poder se los merecen por ser buenos, laboriosos, honestos y sabios mientras que la pobreza y la debilidad de sus vecinos es el resultado merecido por ser malos, flojos, rateros y estúpidos.
El camino de la humildad es el que puede llevar a la Iglesia Romana a la revisión de muchos de sus posicionamientos. Desde el celibato, las vocaciones o las misiones hasta su actitud frente a la injusticia, la guerra, el abuso, la intolerancia, la discriminación o el crimen. Todo ello, pasando por cuestiones tan complicadas como hoy lo son el aborto, la sexualidad o la eutanasia.
Porque es la suya una religión que se basa en la paz, en la fraternidad y en el amor que los unos se tengan para con los otros, pero resulta que, al hablar de los principales problemas actuales, estamos hablando de que muchas ovejas de ese rebaño asaltan, secuestran, violan y matan a otras ovejas. Que muchos de sus borregos son explotados, engañados y humillados por otros. Y que muchos cabritos revuelven y enturbian las aguas para aprovecharse de ello en beneficio exclusivo y excluyente.
Todo ello complica la tarea de un pastor de paz en un mundo de violencia y de agresión física, económica, social y política. Sobre todo, cuando cada vez se instala, con mayor firmeza en los hombres, la creencia de que las soluciones no están en la paz, sino en la guerra. Que la humildad de su dios es una postura rancia venida a obsolescencia. Y que la otra mejilla la ponga su Cristo, pero no ellos.
Estoy convencido de que es muy importante salvar a las almas en el más allá. Pero también estoy convencido de que es igualmente importante salvar a los hombres en el más acá. Y aquí aparece un desafío fundamental de nuestro tiempo. La misión fundamental del hombre de religión es precisamente la salvación de las almas. La misión fundamental del hombre de política es precisamente la salvación de sus congéneres.
El hombre de religión se aplica a liberar a los seres humanos de las prisiones del mal, de la degradación, de la perversión, del sufrimiento, de la desesperación, de la perdición y de la derrota. El hombre de Estado se aplica a liberar a los seres humanos de las prisiones de la pobreza, de la ignorancia, de la enfermedad, de la injusticia, de la inseguridad y de la desesperanza.
A ello deben estar consagrados el hombre de Estado y el hombre de religión y en ello reside su servicio a los demás. Y es aquí donde aparece el desafío formidable que brinda nuestro tiempo. Porque en el pensamiento de hoy y seguramente en el del mañana está la idea de que ambas salvaciones no son contradictorias, sino, quizás, inseparablemente complementarias.
Toda religión que lo sea de verdad tiene una columna vertebral que simplemente la llamamos promesa. Toda política que lo sea de verdad tiene una columna vertebral que simplemente la llamamos bienestar.
Esa promesa es la creencia en una recompensa imprescriptible que cada individuo y cada credo la identifica a su modo y preferencia bien sea que se llame paraíso, salvación, redención, perdón, eternidad o gloria. Ese bienestar es la creencia en un estadio inalienable que cada individuo y cada sociedad lo identifican a su modo y preferencia bien sea que se llame independencia, soberanía, libertad, desarrollo, justicia o paz.
Esa promesa y ese bienestar fundamentan, explican y justifican todos los elementos de cada política y de cada religión que lo sean con seriedad. Si la religión no vive alrededor de una promesa será menor y artificial. Si la política no vive alrededor del bienestar será pobre y mentirosa.
Política y religión son complementarias en el salvamento del hombre. No estoy proponiendo que la religión gobierne ni que el gobierno rece. Mal andaría aquella pobre religión que, al no poder salvar a las almas, tuviera que conformarse con gobernar a los hombres y mal andaría aquel pobre gobierno que, al no poder gobernar a los hombres, tuviera que contentarse con rezar por ellos.
Pero lo que sí estoy diciendo es que quienes proclamamos la libertad de creencias, quienes creemos en la libertad de cultos y quienes confiamos en la laicidad pública, también estamos persuadidos de que nadie se basta a sí mismo y que, en buena hora, la convicción de que es igualmente importante salvar a los hombres en ambos mundos. En el mundo que todos compartimos hoy y en el mundo que cada quien confía para el mañana.
Ese legado es enorme y es irreversible. Por eso, el papa Francisco se va, pero el hermano Francisco se queda.